Por Gabriel Díaz ///
Sawan nació en Calcuta, India, hace 67 años y es probable que no conozca el silencio.
– ¿Lo conoce? Suelta un “no” rotundo frente a la pregunta absurda, mientras ríe y toma té con leche recalentada, como todos por aquí, en medio de un ruido infernal. “My friend, Kolkata, silence, silence, never, never”. Ese silencio-nunca-nunca, viniendo de Sawan, tiene peso. Desde hace años este hombre tira con sus brazos y piernas un rickshaw, uno de esos miles de carros que circulan por algunas zonas de Calcuta (Kolkata), la única ciudad de la India que aún permite el uso de este transporte.
“Es que son personas, no caballos, joder”, dice en inglés una indignada joven española, con quien Sawan se iría a vivir encantado adonde fuese y dejaría su carro, que a estas alturas es un trasto que está tan destartalado como curtido su dueño. Pero vayamos al barullo de la cuestión.
El ruido comienza a eso de las 4 o 5 de la mañana, cuando los cuervos crocitan un crocró extasiado entre la basura amontonada del día anterior, pegándose un festín con las ratas que también abundan por aquí. Hay que tomar nota: en Calcuta no hay papeleras ni contenedores, ni tampoco camiones que recojan los desechos que arrojan los calcutenses y sus visitantes. Esa tarea la cumplen unos señores que, vestidos de entrecasa, empujan una carretilla de hojalata, con una pala y una escoba. ¿Y después? La basura se quema.
A partir de ese momento, los bocinazos no cesarán hasta que caiga el sol, empezando por los más soberbios, los del Ambassador, un taxi modelo Oxford que se fabricó en India desde 1958 hasta el año pasado. Ellos son los dueños del camino, los capos del claxon, los auténticos embajadores de la ciudad. Pero no están solos.
La calle es disputada por moto-taxis, que dan la pelea con una bocina bastante abombada por el calor, pero igualmente chillona y molesta. Sobre el mismo terreno destellan los últimos modelos de autos importados, aunque sueltan un sonido bronco o grave más acorde con una ciudad sostenible que con la indómita Calcuta. Y así podemos seguir, subrayando la desmesurada presencia de motos y la intrepidez de sus conductores, quienes tampoco quitan el pulgar de la bocina. Pitan a rabiar, espantan a cualquiera, siempre consiguen lo que quieren.
El viandante, entretanto, saluda a sus dioses hindúes en los altares callejeros, van y vienen, siempre obedientes a la voluntad del que circula sobre ruedas. Las veredas de Calcuta están tomadas por puestos de frituras y jugo fresco, de barberos y planchadores. Caminar por la calle es la norma. Y también para muchos es la norma comer y dormir en la calle. Para Sawan, sin ir más lejos, la vida es así.
Este desconcierto urbano bien podría tomarse como una muestra de la realidad india actual. En esta potencia nuclear, un país con 1.250 millones de habitantes, 600 millones viven en la pobreza (The Telegraph, 3-4-15). ¿Se imaginan lo que eso supone? Ambassador versus Sawan. Algunos dicen que primero fue el socialismo radicalizado de Indira Gandhi el que impidió sacar a millones de la pobreza. Pero desde los 90 la libertad de mercado campa a sus anchas y tampoco ha habido grandes y equitativos progresos sociales.
En todo caso, India es conocida por ser la mayor democracia del mundo desde el triunfo del movimiento no violento independentista de Mahatma Gandhi, hace más de medio siglo. Esta tierra acunó, además, a uno de los grandes humanistas que ha habido entre nosotros, Rabindranath Tagore, primer no europeo en ganar el Nobel de Literatura en 1913. Los viejos sabios, hombres y mujeres que emplearon la palabra como arma, no en vano trabajaron tanto.
Acá como allá –en diferentes escalas- hay problemas por resolver. Lo cierto es que, si nos enzarzamos en la ruidosa batalla Ambassador versus Sawal, al final nos habrán tomado el pelo a la mayoría de nosotros, con puro ruido