Por Eduardo Rivero ///
“Lança menina
Lança todo esse perfume
Desbaratina
Não dá pra ficar imune
Ao teu amor
Que tem cheiro
De coisa maluca…”
La piscina del Hotel Vila Rica de Campinas se parecía sospechosamente al paraíso terrenal. Era un mediodía de sol radiante, de calor espeso, corpóreo, y Daniel y yo estábamos tirados en dos confortables reposeras sin otra cosa que hacer que no hacer nada. Escuchábamos por centésima vez Lança perfume de Rita Lee junto al agua turquesa de la enorme piscina, rodeada de bananeros y con la impresionante presencia cercana de la torre con forma cilíndrica que era el edificio del hotel. Federico, nuestro chofer, nuestro guía espiritual, nuestro compinche, se había ido a la ciudad de Americana a visitar a Tilly, la brasileña de sus amores, a bordo del eterno Grumett Sport color azul tinta.
¿Cómo llegamos hasta aquí?, me preguntaba mientras disfrutaba la música y ese verano en setiembre inédito para un uruguayo. ¿Cómo es posible que el capricho de Federico con esa brasileña con la que apenas había charlado minutos ante la caja de un banco de Montevideo nos hubiera llevado tan lejos? ¿Cómo era posible semejante regalo y que todo aquello hubiese sido real?
Las horas y horas de carretera, la escala en Florianópolis, la sierra entre Curitiba y San Pablo, el baile de samba con pelea y escape incluido en la capital paulista, y esa misma mañana, el traslado hasta Campinas, en el Estado de San Pablo, que ya en aquel 1980 era una ciudad cercana al millón de habitantes, perteneciente al cinturón paulista, la zona más industrial de América Latina. Una ciudad enorme, más bien fea, con amplias avenidas, comercios de lujo y a la vez pobres calles de tierra colorada, bordeadas de casas de madera y bananeros.
El hecho es que, con el peso uruguayo artificialmente sostenido, el mejor hotel de la ciudad, el Vila Rica, era accesible y lo disfrutábamos a tope.
“No tabuleiro da baiana tem
Vatapá, oi
Caruru
Mungunzá
Tem umbu
Pra ioiô…”
En algún parlante escondido entre las hojas de los bananeros surgía ahora un bellísimo dúo de Gal Costa y Caetano Veloso, desde el disco Aquarela do Brasil, donde la gran Gal homenajeaba las históricas canciones de Ary Barroso.
¿Qué nos depararía el destino?, me preguntaba. Y el destino estaba ahí al ladito y tenía forma de mujer. Dos preciosas chicas brasileñas tomaban el sol a nuestro lado. Charlar, conocerse y concretar una salida se dio aceitadamente, tras compartir un rato en el sauna, asfixiante y relajante a la vez. Mientras el vapor brotaba, sentados en bancos de madera y envueltos en nuestras toallas, charlando con los dos bombones norteños, Daniel súbitamente se largó a cantar:
“Si yo fuera rico
daba daba daba daba dabadá…”
La repentina cita del tema central del musical El violinista en el tejado, era, por un lado, un chiste genial, y por otro, refería a la felicidad de un momento que a nuestra mentalidad clase media le parecía tan inaudito como inmejorable. Estallamos en carcajadas mientras ellas ignoraban el motivo de nuestra risa.
Salimos esa noche con dos fieles representantes de una cultura absolutamente diferente al Uruguay de 1980, donde todavía era necesario “el verso fino”. Brasil ya era Brasil y los días que siguieron nos demostraron con creces que su cabeza libre, sin trabas ni moralinas de ningún tipo, no era propiedad de las dos chicas del Vila Rica sino una suerte de patrimonio nacional como el samba y el fútbol.
Los días los pasábamos holgazaneando en el Vila Rica, y el comienzo de las noches con las dos brasileritas, que iban a buscarnos en un Fusca blanco, con la radio encendida donde siempre aparecía, claro, Lança Perfume. Federico se iba a Americana, y para saber si el día anterior todo había ido bien, con su más gatuna expresión nos preguntaba:
—¿Siguen los tatazos? —haciendo referencia a una clásica frase publicitaria uruguaya de entonces.
—Siguen, claro que sí.
—A disfrutar que estamos de paso —respondía Federico con una de sus más típicas frases.
De todos esos tatazos, de esas noches, me ha quedado la imagen de un vestido celeste y una tiara de falsas piedritas preciosas brillando en la penumbra de una habitación. Un brillito tenue y encantador que ha sabido saltar por sobre el paso de las décadas y mantener todo su fulgor.
Un mediodía las brasileñas nos llevaron a una inmensa piscina en la falda de una sierra donde una multitud cantaba y bailaba tocando pandeiros y ganzás (maracas hechas con latas de refresco llenas de arroz). El calor era aplastante pero la multitud ni se inmutaba, cantando, bailando y tomando cerveza Skol, Brahma y Antarctica hasta agotar stock, como jamás he visto tomar en ningún lugar del mundo. Terminaban todos –hombres, mujeres, jóvenes y viejos– borrachos, a los gritos, empujándose a la piscina en una suerte de descontrol y desinhibición que a dos uruguayitos pacatos como nosotros nos descolocó un poquitín, hay que admitirlo.
Otro mediodía, con Federico habiendo ya agotado su plan de visitas a Tilly, las dos chicas nos invitaron a almorzar a los tres en la casa de una de ellas, una modesta vivienda en un barrio de las afueras de Campinas llamado Vila Padre Manoel da Nóbrega. Una amable tía cocinó como los dioses y sonreía y sonreía sin entender una palabra de lo que sus huéspedes uruguayos decían. Era una mujer de netos rasgos indígenas, lo que hizo que Federico –en voz baja, eso sí– la bautizara como “Caracé”.
—¿Cocina bien Caracé, no? —nos comentaba por lo bajo, en medio de aquel almuerzo bizarro compartido por tres brasileñas que hablan entre sí a toda velocidad y tres uruguayos que, por su parte, hablaban entre sí “al vesrre” para evitar que las brasileñas entendiesen.
—Que “sapa”… todo “viento” con estas “namis”… —decía Federico, para agregar, cuando era servido con otro plato— ¡Siguen los tatazos!
El hecho es que Tilly y las otras dos chicas, en el marco de la situación provisoria y mágica de todo viaje, donde la realidad pende de un hilo y todo apunta a desvanecerse a la primera de cambio, nos habían flechado el corazón. A su norteño y loco modo, pero con una herida palpable que ya sangraba la anticipada melancolía de la despedida.
Y una mañana el Grumett Sport inició su vuelta a casa, llevando a bordo tres galancetes nostálgicos.
Cruzamos el Estado de San Pablo viendo por todas partes un graffiti que decía “Os cantores de ebano”, seguramente promocionando alguna banda local que no encontraba mejor modo de imponerse que la pintada callejera. La música en el pasacassette se volvió más melancólica.
“…Lua de São Jorge, lua brasileira
Lua do meu coração!…”
Caetano Veloso cantaba plañideramente pero con infinita fineza desde su Cinema Transcendental.
—Che, ¿quién murió? —preguntó Federico escuchando la tenue melodía de Caetano.
—Metele con Alcione… poné Gostoso Veneno —reclamó.
Pero el horno no estaba para bollos. El parlante fue ganado por dos canciones de amor y pasión inmensas del disco Mel de Maria Bethânia:
“De repente fico rindo à toa sem saber por que
E vem a vontade de sonhar de novo te encontrar
Foi tudo tão de repente, eu não consigo esquecer
E confesso tive medo, quase disse não…”
decía con sugestiva puntería retratando nuestro momento Cheiro de amor, mientras que Infinito desejo hablaba de pasión física del modo más elocuente:
“Ah, infinito delírio chamado desejo
Essa fome de afagos e beijos
Essa sede incessante de amor…”
La carretera hipnótica, los camiones impasables, otra vez, de regreso a casa. Por vigésima vez nos paró la Polícia Rodoviária inventando sanciones y buscando su coima. Federico perdió la paciencia:
—¡¿Que me querés cobrar, Chaplín?! —le gritó en la cara al policía que asomaba por la ventanilla, ante nuestro estupor. No pasó nada. Pagó y seguimos viaje.
Dejamos atrás el estado de San Pablo y sus pintadas de “Os cantores de ebano”, dejamos atrás Curitiba y el estado de Paraná y nos adentramos en Santa Catarina. Atardecía cuando llegamos a la entonces pequeña y alemana ciudad de Joinville.
Entramos a lo que se suponía era “la confitería elegante” del centro a tomar un café. En una mesa vecina una chica de cinematográfica belleza tomaba un refresco rodeada de pibes embobados. Federico, renaciendo de entre la melancolía, quedó prendado de esa belleza local.
—Tengo que decirle algo, tengo que invitarla a salir —insistía.
—¿Estás loco? —respondió Daniel— Si nos metemos con ella todos estos pibes nos matan.
—Bueno, si se enojan, los tres levantamos la mesa de golpe, la tiramos patas para arriba y salimos rajando —fue su estratégica respuesta.
No hubo necesidad. La chica se levantó para ir al baño y Federico la abordó detrás de un biombo de esterilla. Al minuto volvía sonriente a nuestra mesa.
—Siguen los tatazos —dijo con expresión triunfal—. Nos espera en una hora en la esquina… y con dos amigas. ¡A disfrutar que estamos de paso en Joinville y en esta vida!
Esa noche, pese al notable triunfo, una tiara de piedritas falsas seguía brillando desde Campinas.
Dos días después, a media tarde, llegábamos medio muertos y tan nostálgicos como felices a Montevideo. Fuimos directo a la agencia de publicidad, donde nuestros compañeros escucharon las historias de viaje sin disimular la envidia. Unos diez días después, Daniel y yo tomaríamos un avión de Pluna a San Pablo para extender toda aquella magia al menos un fin de semana más.
—Siguen los tatazos —le dijimos a Federico al anunciarle nuestro viaje.
¿Y después de eso? Federico mantuvo su agencia de publicidad y su pasión por los autos hasta su injusta y temprana muerte, a los 55 años, en 2007. Daniel sigue siendo diseñador gráfico y, sugestivamente, está radicado desde hace décadas en el Estado de Roraima, Brasil. Yo seguí en la publicidad hasta que descubrí el periodismo musical y la abandoné. Volví a Brasil muchísimas veces, pero nunca más arriba de un Grumett Sport color azul tinta.
La primera parte de esta crónica se publicó el miércoles 20 de enero y se puede leer haciendo click aquí.
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Urquiza esq. Abbey Road es el blog musical de Eduardo Rivero en EnPerspectiva.net. Actualiza los miércoles.
Foto: Daniel (izq.) y Federico (der.), compañeros de viaje del autor de esta crónica, junto al Grumett Sport en Blumenau, Santa Catarina, Brasil, ca. 1980. Crédito: Archivo Eduardo Rivero/EnPerspectiva.net.