Por Pablo Stoll ///
Esta columna debería hablar del Presupuesto Nacional y la poca importancia que se le da al cine. Pero no quiero hablar de números. Los cineastas, cada vez que hablamos terminamos hablando de la cantidad de dinero que mueve el cine, de los puestos de trabajo que genera. Todo eso es verdad, pero no es lo más importante. Lo importante es otra cosa.
El cine se hace para contar historias, para transmitir emociones en el mejor de los casos, o mensajes en el peor. Se hace para divertir, es decir, para separarnos de la realidad circundante y sumergirnos en una realidad alterna, que tiene sus propias reglas y que no por pasajera deja de generar un impacto. Un impacto es emocional y no es parecido al de ninguna otra forma comunicacional o expresiva. Hasta el más básico de los entretenimientos nos deja algo en la cabeza: una imagen, una idea, un tema del qué hablar.
Eso es lo importante: la diferencia entre una película y un salamín no pueden ser las fuentes de trabajo que da o la rentabilidad que tiene porque en esa liga siempre ganaría la industria chacinera. La diferencia es otra. No se puede medir con números.
A riesgo de que me llamen lírico o simplemente imbécil, voy a usar una palabra prohibida en estas discusiones: la diferencia es espiritual. Los salamines sirven para las picadas. Las películas, de ficción o documentales, que se ven en un cine o en la tele, que duran 120 o 40 minutos, esas sirven para el espíritu. Y contrariamente al salamín no tienen fecha de vencimiento. Ni siquiera las peores.
Las películas no se olvidan. Quedan. Son parte de nosotros. Las citamos en las conversaciones, las usamos de ejemplo, las copiamos en la vida. No importa si dan más o menos trabajo. Esa no es la razón principal por la cual habría que tener políticas públicas que ayudaran a la producción y la distribución de películas.
Y cuando hablo de políticas públicas no estoy hablando de nada raro. Políticas así se encuentran en Argentina y en Brasil, pero también en Irlanda, en Nueva Zelanda y en Finlandia. Y en Inglaterra, Alemania y Francia, donde se subsidian fuertemente las películas. Y, claro, en Estados Unidos, que tiene una política proteccionista agresiva cuando se trata de cine.
Quince años después de haber hecho mi primera película, las cosas han cambiado mucho: hay buenos directores que recién están empezando sus carreras, hay variedad de miradas, hay exploración de géneros. Hay 4.000 estudiantes, 4.000, pero no importa, podrían ser 400. Hay estudiantes de cine, que antes no había. Para que la formación de profesionales para el sector audiovisual se transforme en un plan coherente es necesario ajustar el objetivo.
La mejor película es la que todavía no se filmó. El objetivo es que pueda filmarse.
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Sobre el autor
Pablo Stoll (Montevideo, 1974) es licenciado en Comunicación por la Universidad Católica del Uruguay. Junto a Juan Pablo Rebella escribió y dirigió las películas 25 Watts (2001), ganadora de premios en Rotterdam, y Whisky (2004), premiada en Cannes. Tras la muerte de Rebella, Stoll dirigió en solitario Hiroshima (2009) y 3 (2012).
Tiene la palabra
Martes 15.9.2015
Foto: Directores, productores, actores, extras, técnicos, estudiantes de cine y comunicación audiovisual se concentraron en la plaza Independencia frente a la Torre Ejecutiva en reclamo de la actualización retroactiva por IPC del Fondo de Fomento Audiovisual, lunes 14 de setiembre de 2015. Crédito: Nicolás Celaya/adhoc Fotos.