Por Juan Grompone ///
Conocí a Lincoln Maiztegui, antes que en persona, por su copiosa obra: artículos en la prensa, polémicas, los tomos de Orientales, la biografía de Mozart y tantos otros trabajos. Pero fue su columna sobre el ajedrez, que publicaba regularmente en El Observador, lo que más llamó mi atención. Yo había jugado al ajedrez en mi juventud pero un día descubrí que dedicaba demasiado tiempo a leer comentarios de partidas célebres y teoría sobre el ajedrez. Entonces lo dejé para siempre. Hasta que encontré las columnas de Lincoln.
Allí se hablaba de los grandes maestros, de la nueva notación de las jugadas, de los gambitos, de las razones de la URSS para producir campeones mundiales como parte de su estrategia para la Guerra Fría. En resumen, excepto los detalles de la partida analizada y sus consecuencias, me interesaba todo lo demás que la columna traía.
Unos años después lo conocí personalmente en La Tertulia de los Viernes. Pasó de historiador, polemista y maestro de ajedrez a un ser de carne y hueso. Era un valioso contertulio, una persona de amplia cultura, un blanco como hueso de bagual pero que había participado también de la izquierda uruguaya.
Recuerdo perfectamente cuando el tertuliano se convirtió en algo más para mí. Fue en ocasión del bicentenario del nacimiento de Richard Wagner. Allí coincidimos en algo que considero obvio: no se puede juzgar la obra por la vida de una persona y Wagner es un ejemplo perfecto de esta afirmación. Su obra es grandiosa, su vida, detestable. Lincoln coincidía con este enunciado y admiraba y detestaba por igual a Wagner, tal como me sucedía a mí.
Luego de finalizada la tertulia, me invitó a tomar un café y hablar de ópera en particular y música en general. Coincidíamos en todo, no solamente en Wagner, también en Mozart, en la ópera italiana y en muchos otros aspectos de la música. Esta conversación se prolongó por un par de horas y continuó también otros viernes, a la salida de la radio. En ese poco tiempo que compartimos aprendí a apreciar a Lincoln de una manera diferente. Ya no era el periodista o el historiador, tampoco el maestro de ajedrez. Era un socio cultural con el cual era un placer pasar las horas de conversación. También era un solitario. Por eso, ¡hasta siempre, maestro!
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Foto: Lincoln Maiztegui en el Palacio Legislativo durante una mesa redonda organizada por el Partido Colorado en ocasión de los 25 años del restablecimiento de la democracia en Uruguay, 17 de agosto de 2010. Crédito: Javier Calvelo/adhoc Fotos.