Por Emiliano Cotelo ///
Finalmente habrá una comisión investigadora parlamentaria sobre la gestión de Ancap. Este miércoles, la bancada de senadores del Frente Amplio (FA), que se había mostrado reticente, resolvió que dará sus votos al pedido que se había presentado desde el Partido Nacional.
Es cierto que el oficialismo dio este paso agregando algunas condiciones: que el período a considerar no abarque solo de 2005 a 2014, sino de 2000 a 2015, y que, además, el trabajo se complete a fin de año. De todos modos, fue una muy buena noticia de esta semana, como habían sido muy saludables las declaraciones previas del vicepresidente Raúl Sendic y el presidente Tabaré Vázquez, que abrieron el camino mostrándose dispuestos a habilitar esta investigación.
Desde que el FA llegó al gobierno en 2005 hasta ahora había bloqueado 14 de las 17 investigaciones que se habían propuesto sobre asuntos relativos a su administración. Estaba en todo su derecho, según las normas vigentes. Es, sin duda, todo un mérito del FA el haber obtenido mayorías propias en las urnas en tres elecciones consecutivas. Pero esa misma fuerza política debe ser capaz de limitarse a sí misma en el riesgo de la soberbia, que, justamente, puede crecer si se pasa tanto tiempo en esa posición privilegiada. Y además, ¿quién puede sostener que la investigación es reclamada solo por los votantes blancos, colorados, independientes y de Asamblea Popular? Es evidente que muchos ciudadanos frenteamplistas hoy suspiran aliviados porque ellos también tienen dudas sobre lo que ocurrió en los últimos años en Ancap.
Los voceros del FA aclararon que, al analizar los documentos presentados por el senador Álvaro Delgado, no encontraron que se hubiera configurado la sospecha de irregularidades o ilicitudes pero igual dieron el visto bueno a la comisión por la trascendencia pública que el debate sobre Ancap ha tenido en estos últimos meses. La explicación no parece convincente porque en el pasado los escándalos en Pluna S.A. o en ASSE también estaban instalados en la sociedad y, sin embargo, no se permitió las respectivas comisiones investigadoras.
Tal vez el problema tenga que ver con un dramatismo excesivo que rodea a estas comisiones. Su sola mención es, para muchos, sinónimo de que hubo delitos de los que hay que defenderse, cuando la ley que las regula (la Nº 16.698) indica que la conformación de una comisión de este tipo “solo procede cuando en las situaciones o asuntos a investigar se haya denunciado con fundamento la existencia de irregularidades o ilicitudes”, que para nada son equivalentes a delitos. Por ejemplo: no cumplir con una ley de tránsito es una ilicitud, pero no un delito.
Por otro lado, esa misma ley también menciona la posibilidad de crear comisiones para “reunir información sobre asuntos y cuestiones en los que no se presume la existencia de ilicitudes o irregularidades, a fin de legislar en esas materias”. ¿Qué quiero decir con esto? Que yo creo que correspondería ver a los dos tipos de comisiones previstos en el artículo 120 de la Constitución como herramientas de control a las que todo gobierno, saludablemente democrático, tendría que someterse.
En el caso concreto de Ancap, sus últimos balances muestran que perdió US$ 600 millones en los últimos cuatro años y que en ese período su patrimonio cayó de US$ 1.124 millones a US$ 432 millones. Y eso ocurrió en una empresa que tiene el monopolio de la refinación del petróleo y cuyos combustibles son, sin embargo, de los más caros de la región. Con esos datos, no más, cualquier ciudadano, opositor u oficialista, debería reclamar que se estudiara a fondo qué pasó, cómo se condujo esa compañía, qué fundamentos tuvieron sus planes estratégicos y de qué manera se resolvieron sus líneas de inversión.
Si además quien pide la comisión enumera otras situaciones, por ejemplo un remolcador que costó US$ 12 millones y que iba a generar ahorros de US$ 300.000 por mes, pero, pese a que se botó en mayo de 2013, todavía no entró en servicio, es muy razonable que el Parlamento indague sobre esa gestión, no desde un punto de vista judicial, sino político.
Después, claro, aparecen dos discusiones más. Al FA le preocupa que la comisión no sea la plataforma para un “circo mediático” con el cual se procure desgastar al oficialismo durante varios meses. Allí entra en juego la responsabilidad con la que la oposición encare su tarea, algo que, creo, la ciudadanía también debería vigilar. Y, por último, muchas personas se preguntan si una comisión investigadora de este tipo es un instrumento adecuado para el trabajo que, como dijimos, parece necesario.
Un oyente, Germán, nos mandaba ayer un correo en el que sostenía que ese trabajo deberían desarrollarlo tres profesionales, “un abogado, un economista y un ingeniero industrial del área energética, todos del exterior, encerrados durante seis meses” y “que presentaran un informe y luego se fueran”. Eso no está estipulado ni en la Constitución ni en la ley. Pero es un planteo muy provocador, ¿no? El oyente tiene el temor de que un grupo formado por senadores se enrede en los papeles de los 15 años que van a examinar y hasta terminen negociando entre ellos: “No destapes esto; si no, yo destapo aquello otro.”
Su visión aparece, obviamente, como muy escéptica y corrosiva, pero la menciono para que los partidos asuman que con la creación de la comisión no alcanza, y que ahora ese instrumento sobre el que tanto se polemizó, la comisión misma, debe estar a la altura de las circunstancias.
Sería un absurdo que la comisión investigadora terminara siendo ineficiente y de baja productividad, cuando está tratando de evaluar la gestión de otro organismo del Estado que, aparentemente, no se manejó profesionalmente. En el sistema de trabajo de esta comisión y en sus resultados se juega, en buena medida, la credibilidad del Parlamento a los efectos del control de la administración.
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En Primera Persona
Viernes 31.07.2015, 08.00 hs.